La raíz del problema

Para todo hay modas. Por ejemplo, el perro que en todo hogar había que tener en los ’70, era un pequinés. ¿Cuántos ven hoy en la calle? Ninguno. La fórmica era emblemática en los ’60, los pantalones nevados en los ‘80 y así todo. Algunas plantas también tenemos nuestros momentos de gloria. ¿Cuántas dalias ustedes ven en los jardines o en los balcones? Claro, eran de otros tiempos. Yo, por ejemplo, estuve en el pináculo de la fama a mediados de los ’80. ¿Quién no tenía un palo de agua en sus casas? Pero había que saber cuidarnos: que mucho sol, que no tanto, que nos rieguen pero no se pasen. Yo tuve suerte, muy buena mi dueña. Imaginen cuantos años pasaron y yo sigo enorme, en su living, pareciendo ser lo único que se mantiene en pie después de tanto tiempo.
Mónica es quien ha tenido tanta paciencia y dedicación conmigo, soy uno de sus orgullos. Walter, su marido, me llevó a su casa un 18 de octubre de 1987, para el día de la madre. Habían sido papás hacía un par de meses y pensó que yo sería un buen regalo para Mónica. En principio no fue así, ella esperaba algo más personal, más pensado, más contundente. En definitiva, algo más caro. Pero bueno, rápidamente lo perdonó, Walter a veces parecía un chico. Siempre con ese aspecto distraído, de no entender mucho de que viene la cosa.
Me ubicaron en un rincón del living donde me daba un reflejo de sol tibiecito pero no muy fuerte porque no me gusta, me quema. Tampoco podía ir a un lugar oscuro sino pierdo mis verdeamarillos. Mónica trabajaba la mitad del día, volvía siempre con su guardapolvo inmaculado y lo primero que hacía era venir a verme. Controlaba que la tierra no estuviera seca, me hablaba, me decía cosas lindas y acariciaba mis hojas. ¡Qué hojas, señores! No es para vanagloriarme pero siempre tuve los colores y el brillo perfecto, Mónica y yo eramos un equipo implacable.
Walter, con su distracción habitual, sacudía las cenizas de sus Particulares en mi maceta, provocando así un reto de Mónica. ¡Qué descuidado era! Peor que la nena, había que andar detrás de él todo el día.
Pasaron los años y fui creciendo y mi belleza también, pero las visitas no se admiraban tanto de mi presencia, ya estaba fuera de moda. Ya la niña se había convertido en una joven diseñadora, que vivía en un departamento que hacía las veces de estudio. Incluso Mónica le regalo un palo de agua, hijito mío.
Ahora en la casa solo quedamos nosotros tres. Además, Mónica hace un tiempo que colgó el guardapolvo y nunca más salió por las mañanas. Y no sabe qué hacer con sus días. Me sigue mimando pero su tono de voz suena aletargado. Por otra parte, Walter sigue tirándome las cenizas en la tierra pero ya no hace regalos mal elegidos. En realidad, ya no le hace regalos. Y los silencios entre ellos son agobiantes.
Debo reconocer que Mónica está preocupada también por mí, ya no me ve las hojas tan radiantes como antes, dice que me estoy muriendo de pena y se asusta. Y se alerta.
A ver…? Siento sus pasos desde la habitación, pero más rápidos. Trae una cartera grande, de esas que tienen hasta rueditas y ¿sonríe? Se acerca, me abraza amorosamente, me sube a una plataforma con ruedas también y torpemente nos arrastra al carterón y a mí. Atravesamos la puerta y salimos a la calle. Colores, ruidos, personas, más ruedas, otras plantas. Luego de un trecho, nos detenemos y Mónica me dice al oído (sí, tengo oído): “Gracias por avisarme. Ahora ya no nos matará la pena porque una vida nos espera”

 
Andrea M. Leiva

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