Susurros en una noche de verano

Siempre se dijo que los viajes y los reencuentros alteran la rutina de cualquiera, incluyéndome a mí. Sabía que la luz estaba molestando a mi compañero de ruta, a quien también un viaje lo tenía mal, fue entonces que decidí levantarme a tomar un té y a continuar con mis crucigramas  en el comedor.  

Mientras desplegaba estas dos actividades, más la de mirar televisión sentía conversar muy animadamente a las vecinas del conventillo lindante. Estaban haciendo uso de la estupenda noche con que eran obsequiadas.  En un instante, algo me sacó de mi abstracción, también acalló a mis vecinas. Era algo indefinido entre gritos de mujer, ladridos y voces varoniles y violentas.

Enmudecí mi infatigable televisor y me acerqué al ventiluz de la cocina. De pronto mi memoria se sacudió, lo que estaba oyendo alguien ya me lo había contado. Los gritos de mujer tenían un timbre diferente, los ladridos claramente pertenecían a un perro y el tono violento sí pertenecía a un hombre, más exactamente un policía.  

Las crónicas cuentan que en mi cuadra suele pasearse una travesti a la espera de algún trasnochado cliente con la única compañía de un perrito que sufre los golpes azules tanto como su dueña. La lucha siempre es constante, un policía de civil la quiere llevar detenida, grita, el perro se asusta y aúlla, el hombre se molesta y patea al perro que comienza a ladrar, mientras la travesti comienza a tratarlo de delincuente y corrupto (al policía, no al perro) y es allí cuando intenta tomar poder el vecindario. Salen de cuanta ventana y hueco se pueda para frenar la detención y para colaborar en la producción de insultos. 

Hoy no creo que se consiga mucho, la noche la deberá tener que pasar en la comisaría, el perro dormirá en cualquier lugarcito de la cuadra y el uniformado sonreirá satisfecho por la labor cumplida. Dura labor. 

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